Dice Eduardo Punset en
su libro “La España impertinente”: “en
España, al mercado de ideas y del conocimiento le ocurre como al mercado
monetario: ni es transparente, ni es flexible, ni profundo. La fama, el
reconocimiento de igualdad de oportunidades, sólo está verdaderamente
reconocida en la Lotería Nacional. La riqueza está peor distribuida que en el
resto de Europa; el trabajo está todavía peor repartido que la riqueza, y la
facultad de decidir, más injustamente compartida que el trabajo.
El significativo papel jugado por la envidia en la
toma de decisiones no es, sin embargo, una característica específica de la
psicología colectiva, sino el resultado del retraso con que llegan a España la
revolución industrial y posterior mejora de los niveles de bienestar…
El comportamiento envidioso no es más que el reflejo
ineluctable de ese desfase de desarrollo económico. La incidencia de la envidia
en la toma de decisiones hay que vincularla con lo que Galbraith
llamaba los comportamientos inherentes al círculo cerrado de la pobreza. En una situación en la que la
sociedad no ha sido capaz de garantizar
el mínimo material que asegure la supervivencia física de las personas
no cabe progreso técnico porque la innovación es el resultado de asumir
riesgos… Ninguna persona razonable puede asumir los riesgos inherentes a la innovación cuando el
objetivo prioritario sigue siendo el de la simple supervivencia física…”
Punset publica este
libro en 1985, con una realidad marcada por un desarrollo industrial retardado
con respecto al resto de Europa y con una sociedad pacata y envidiosa; con
estas premisas, difícil pensar en canales de innovación, toda vez que hay que
unir a estas circunstancias, cierta desventaja en el uso de las nuevas
tecnologías de tratamiento de la información y por tanto tomando decisiones sesgadas
por falta de consideración objetiva de
todos los datos disponibles.
Han pasado 27 años y
algunas de esas circunstancias, no han sido debidamente superadas, o mejor
dicho, han sido superadas solo por ciertas capas sociales, que acaban
detentando el poder y que incluso utilizan su posición de privilegio, para
perpetuarse en él. El concepto y visión de su cometido no está especialmente focalizado
en propiciar proyectar la realidad hacia posiciones modernas y de innovación,
toda vez que ello significaría, en el fondo, perder cuota de poder.
Nada hay tan lesivo para
las iniciativas innovadoras, como la
envidia; tradicionalmente muy arraigada en nuestra sociedad; parece siempre
como si las posiciones tradicionales
fuesen el norte de nuestras aspiraciones, estamos en posesión de la
verdad y no queremos considerar ningún otro enfoque; reaccionamos con cierto
escepticismo y tenemos comentarios absolutamente agoreros hacia otras
realidades nuevas emergentes. Parece como si el “que inventen ellos” hubiese
calado profundamente en nuestras conciencias, bloqueando nuestro entendimiento.
No es de extrañar por
tanto, que nuestros políticos, cuando tienen que ajustar el gasto, carguen la
tijera de podar sobre los gastos de innovación e investigación, ya que bajo una
conisderación cortoplacista tienen escasa rentabilidad; pero con ello, proyectan un efecto
absolutamente demoledor sobre nuestras posibilidades de recuperación. Haciendo
más de lo mismo ya sabemos a que puerto llegamos y sin explorar nuevas
perspectivas difícilmente se consigue un cambio.
Faltando la iniciativa
pública, no es de esperar que la iniciativa privada tome el testigo, entre
otras cosas porque se encuentra próxima al círculo que describe Galbraith. Con
este planteamiento, perderemos de nuevo otro tren y con toda seguridad
tardaremos muchos años en recuperarnos del retraso, una vez instalado el “miedo
económico” en un país, salvaguardar la posición actual se convierte en el
objetivo primordial.
No investigar e innovar,
no es quedarse donde se está, es mucho peor, es retroceder.
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