Dice José L. Aranguren en su
libro “Ética”(1958): “El individuo
ordinario el que nada tiene de reformador moral, puede, en efecto, limitarse a
ordenar su vida conforme a la moral solamente vigente, y de hecho tal vez sea
esto lo que ocurre las más de las veces. Pero entonces surge una nueva
cuestión: una moral totalmente impuesta por parte de la sociedad, meramente
recibida por parte del individuo, ¿merece realmente el nombre de moral?”
Somos esencialmente sociales,
necesitamos y buscamos mayoritariamente el mantenimiento de unas relaciones
cordiales con quien nos rodea; adquirimos hábitos para identificarnos e
integrarnos en nuestro entorno; esa presión social tácita, nos hace aceptar - sin
hacernos muchas preguntas - una mayoría de las directrices mayoritarias y las
asumimos de tal modo, que acabamos pensando que son nuestras.
Los principios morales son algo
consustancial con la educación recibida, tanto en la familia como en el entorno
educativo. Son un aprendizaje, que tiene mayor o menor éxito efectivo, en la
medida que los referentes a los que se imita tengan en si mismos valores
intrínsecamente relevantes. La sociedad a través de estos modelos estereotipados,
acaba imponiendo al individuo tanto sus costumbres como sus creencias, es éste,
un juego permanente de recompensas sociales, motivadas por el cumplimiento
firme de unas determinadas pautas de
conducta.
La participación, por tanto,
que tenemos en la elaboración de esas reglas morales, es en la mayoría de los
casos irrelevante. Recibimos un compendio de comportamientos “normales” y los
asumimos pasivamente, para poder desenvolvernos cordialmente en nuestro
entorno. Las obligaciones morales interiorizadas, acaban arraigando en nuestro
pensamiento y condicionando nuestras acciones, tan es así, que en muchas
ocasiones acabamos confundiéndolas con rigurosas leyes naturales “de obligado cumplimiento”.
El tributo que se paga por la
no observación fiel de los usos sociales, es la reprobación mayoritaria y por
tanto un cierto ostracismo. Nunca son bien recibidos los primeros individuos,
que se saltan las normas establecidas y tratan de influenciar para que se
conviertan en ortodoxos sus principios y/o propuestas. El arraigo suele ser
misión de años, con muchos fracasos en los primeros intentos y requiere constancia y claridad de ánimo.
Bien es cierto, que nosotros
somos los responsables de nuestras vidas y de nuestros actos y que no podemos
invocar en nuestro descargo, el acatamiento de las normas socialmente “bien
vistas”. Por tanto, por fuerte que sea la presión social, no podemos hacer
dejación de nuestro entendimiento y abdicar nuestra singularidad – aun siendo heterodoxa
-, en aras al cumplimiento fiel de los postulados sociales mayoritariamente
aceptados.
Como dice el Profesor Aranguren
en el libro citado: “…la “medianía” no
consiste en hacer las cosas como se hacen, sino en hacerlas porque se hacen
así”.
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