jueves, 26 de diciembre de 2013

Dialogar o "abuchear"


Dice Antonio Muñoz Molina en su libro “Todo lo que era sólido”: “Han pasado treinta años y una de las razones de que la libertad de expresión siga siendo difícil de ejercer en España es que ni a un lado ni a otro se ha practicado la crítica hacia los propios orígenes y los propios errores, y porque las iniciativas de concordia que permitieron entonces el establecimiento de la democracia ahora han desaparecido en un repliegue hacia la intransigencia, en el que los impulsos sectarios de la clase política han sido alentados y hasta jaleados por una parte de la clase periodística, por la parte más visible de la clase intelectual…
Que posibilidades puede haber de verdadero pluralismo en una país donde el parlamento, que debería ser por naturaleza el escenario privilegiado de los debates públicos, el lugar donde se manifiesta a la vista de todos la variedad de posturas y las opiniones legítimas, de la disidencia radical y también de la capacidad de acuerdo, ofrece a diario el espectáculo entre grotesco y degradante de la obediencia en bloque a las directrices de partido, el aplauso cerrado al líder, el insulto soez al contrario. La forma del hemiciclo subraya la semejanza con una plaza de toros agitada por las feroces diferencias binarias españolas: sol y sombra, izquierda y derecha, palmas y bronca, energumenismo amparado en la masa. Las transmisiones de televisión captan la monotonía disciplinaria, pero no la greca como de escolares zánganos con que muchos de sus señorías saludan las intervenciones de alguien del partido contrario.”     

Cuando las posiciones hay que defenderlas, con gritos, exclusiones, “trampas” para que no se escuche la voz del contrario; mal van las cosas. Si uno atiende a los argumentos que otro ha elaborado, no está obligado a seguirlos y siempre es mucho mejor – incluso para uno mismo - que impedirle exponerlos. Esto es válido en cualquier tipo de foro; pero en un parlamento es obligatorio; o si no que le cambien el nombre y le pongan “abucheamiento”.

La falta de respeto, no ha sido nunca buena compañera. La falta de respeto, ha sido más bien cualidad de personas con cortedad de miras e inteligencia corta; por muy congresista o senador que sea. Los que no estamos en estas cámaras y solo asistimos a los espectáculos bochornosos que retransmite la TV, cuando muestra algunos debates importantes; quedamos – al menos yo – absolutamente atónitos por tanta falta de educación y sorprendidos que algunas acciones de evidente falta de respeto al orador de turno, sean incluso “reídas y aplaudidas” por sus colegas de partido.

Quien no quiere permitir que un contrario hable, aparentemente, no ésta muy convencido de su “verdad”. Quien como argumento utiliza la descalificación, el improperio o cualquier otra forma coactiva que impida expresarse libremente, no se percata del flaco favor que le está haciendo a nuestra democracia y contribuye a la poca sintonía entre los ciudadanos y los políticos, muy creciente en los últimos tiempos. Si pensase solo un momento dejaría de actuar con estas pautas espurias y no contribuiría a esa desafección.


No espero ninguna modificación de la conducta en este sentido, los parlamentarios se han dejado caer por lo fácil, servir la anécdota más grotesca que jocosa y evitar así que los asuntos se diriman en profundidad; lamentablemente no les interesa, no sea que nos demos cuenta de su clara falta de competencia. Como dice Antonio Muñoz Molina: “La democracia tiene que ser enseñada, porque no es natural, porque va en contra de las inclinaciones más arraigadas en los seres humanos… lo natural es exigir límites a los demás y no aceptarlos para uno mismo”. 

miércoles, 4 de diciembre de 2013

Extravagancia


Dice Carlos Castilla del Pino en su libro compilación “La extravagancia”: “Todo miembro de un grupo ha de pagar un precio por su aceptación como elemento integrante del mismo en una determinada posición y con una determinada función. Ese precio se traduce en ser y hacer de acuerdo a las expectativas de los demás para con él. El extravagante también paga su precio al grupo en el que se le permite estar y actuar de esta manera: ha de hacer permanentemente de extravagante, constituirse en “el” extravagante del grupo, para cumplir a perpetuidad el cometido de divertir, imaginar”.

Es decir, el extravagante adquiere una licencia para poder actuar en su papel y ser tolerado sin haberse acoplado a las “normas” no escritas de comportamiento social generalmente admitido. Pero esa misma sociedad, le impone ese comportamiento fuera de la norma, con carácter permanente. Supone por tanto, que si se quiere dejar el estándar, mediante la extravagancia, no se puede hacer por un tiempo, para ser asumido su deriva por la sociedad a la que pertenece, su elección no tiene retorno fácil, debe instalarse en esa conducta por vida.

Pareciera como si la sociedad admitiese, como signo exótico, comportamientos de este estilo, que siempre son en realidad motivo de comentario jocoso; pero además esperase que lo asumiesen como su rol repetido, toda vez que es muy minoritario y por tanto no pone en peligro la estructura vertebral principal. Siempre, claro esta, que esta conducta que está representada por los percentiles más extremos de la distribución de la población, no sea en ningún caso un seudo-ejemplo a imitar, que pudiera desequilibrar de forma creciente el conjunto “armónico” mayoritario.

Se necesita valentía, para instalarse en esta posición y no pensemos siempre, que es por carencias; en muchas ocasiones algunas personas “pasadas” de inteligencia, lo hacen de modo deliberado, para poder decir o hacer lo que quieren, con una forma de comportarse, que no altera para nada la seguridad del grupo mayoritario, toda vez que casi siempre causan cierta hilaridad en quienes los escuchan, que suelen comentar entre ellos, esas salidas de tono como propio del personaje “raro” que representa quien las promueve y en ningún caso se ven ofendidos o molestos; aunque las diferencias expuestas sean relevantes, las achacan a que son fruto de ese particular  comportamiento.

No hace falta mas que repasar la historia para percatarse de cómo se han ido abriendo su propio espacio, personajes de este talante, que no han sido considerados en toda su trascendencia, ya que la propia sociedad que los acogía los había clasificado fuera de la norma por su extravagancia y por tanto poco nocivos para la estructura monolítica mayoritaria. Revestidos de ese barniz han podido desenvolverse en la frontera de la impertinencia, con la palabra o la indumentaria, sin que hayan sido excluidos, socialmente hablando, antes más, han sido acogidos como singularidades que hacen gracia.


Como dicen Salvador Giner y Manuel Pérez Yruela, en el mismo libro: “Frente a hipócritas y fariseos, un raro, pero sobre todo un extravagante, ejerce una crítica esencialmente tolerable del mundo convencional con su propia presencia. La crítica intolerable es aquella que no puede descartarse alegando que proviene de un extravagante inocuo. Los atenienses pudieron ignorar a su más eminente raro, Sócrates, y reírse un poco de él mientras parecía solo un excéntrico, pero tuvieron que tomárselo en serio, y condenarlo, cuando empezó a ser una auténtica amenaza para bastantes de ellos…”.     
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