Dice
Moisés Naím en su libro “El fin del
poder”: “Una de las funciones primordiales de la política es identificar,
articular y transformar en acciones de gobierno los intereses de la gente… los
partidos políticos sirven (o deberían servir) de intermediarios entre la gente
y el gobierno. Su función es conectar los deseos y las necesidades de los
votantes con las actividades y decisiones del gobierno.
A los partidos les cuesta cada vez
más desempeñar con eficacia ese papel crucial. ¿Por qué? Porque los canales que
conectan a la gente con el gobierno son ahora mucho más cortos más directos que
antes y aparecen cada vez más actores capaces de intervenir en ese proceso y
competir con los partidos en el desempeño de ese papel. Más que nunca, la gente
puede expresar sus deseos y defender sus intereses sin necesidad de que los
partidos políticos actúen como intermediarios…
En un panorama en que los resultados
de las elecciones y por tanto los parlamentos, están fragmentados, los partidos
políticos dominantes han perdido gran parte de su poder y su capacidad para
servir a los votantes...
Los partidos políticos grandes y
establecidos siguen siendo el principal vehículo para obtener el control de los
gobierno en una democracia. Pero cada vez están más socavados por nuevas formas
de organización y participación política”.
Aunque
Naím no habla expresamente de la realidad española, es indudable, que los
acontecimientos recientes en materia de elecciones, coinciden con la
descripción que el hace. En mi opinión la actuación de los partidos en tiempo
reciente, pone de manifiesto, que su acción principal no ha consistido conectar
los deseos de la gente con el gobierno, para que legislen en función de ello e
instrumenten acciones para satisfacerlas.
Con
mucha mayor frecuencia asistimos a un escenario de trifulca política con los
adversarios, como si la satisfacción de los deseos de los ciudadanos fuera
patrimonio de una determinada ideología, aderezada con una glosa escatológica de
los males que aportan siempre los “otros”. Ni un ápice de autocrítica, pareciera como si
explicar la verdad, fuese tribuna adecuada para centrifugar “suciedad” ajena y
adoptar una posición centrípreta para la propia.
Criticar
de modo contundente las acciones de gobierno o alegar demora para aplicar
soluciones, en aras a la herencia recibida de otros precedentes; es una débil
cortina de humo, que no ha conseguido confundir a los ciudadanos; antes más,
los ha puesto alerta de lo que se conoce de modo peyorativo como “más de lo
mismo” o el “y tu más”. Quienes no asumen sus responsabilidades, tanto en el
gobierno como en la oposición, difuminando la verdad o tergiversando la
evidencia, aunque “salven” la situación a corto plazo, acabaran perdiendo el
liderazgo en el medio plazo.
No
hay nada que socave más la autoridad, que la acción política centrada en “escurrir el bulto”, quien no explica y asume
sus errores, no tiene autoridad moral para demandar sacrificios a los demás. Ocultar,
es siempre la peor alternativa posible.
Extrañar o negar, cuando se sabe que hay “causa”, desprestigia a quien lo
propicia e instala la duda sobre los ciudadanos.
No
es de extrañar, por tanto, que al socaire de este impropio modo de actuar;
emerjan movimientos ciudadanos, organizados más al estilo de la democracia
ateniense en el ágora. Que con mensajes claros y exentos de retórica, calen en
muchos votantes y sorprendan a todos con resultados en las urnas, no esperados.
Triste reacción, también, de quienes se
preocupan más por el desprestigio “ad personam” de los elegidos, que por
debatir y propiciar alternativas imaginativas de participación.
Criticar
con acidez descalificando globalmente a las personas, pretendiendo con ello colocarlas en posiciones
marginales, está teniendo el efecto contrario; no solo no los minimiza, sino
que los esta potenciado con más gente dispuesta a votarlos, como rechazo al
modo torticero empleado para neutralizarlos.
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