Dice Eugen Drewermann en
su libro “Lo esencial es invisible. El
principito de Saint-Exipery: una interpretación psicoanalítica”: “La miseria de
todas las amistades puramente superficiales, de todas las invitaciones, de
todos los matrimonios en los que el amor ya se extinguió, de todos los
contactos sociales que sólo se dedican al prestigio y la carrera, en vez de
interesarse por la persona del otro, proviene siempre de que la rutina con el
tiempo los hace fracasar. Como si el tiempo fuese un mecanismo de relojería,
cuyos engranajes con la precisión de sus leyes mecánicas se fuesen desgastando
con cualquier entusiasmo, cualquier sorpresa, cualquier fantasía y alegría, se
deshacen todas las relaciones humanas que están fuera del ámbito del amor, para
convertirse en una pura colección de citas, “soirées”, “happenings”. Sólo el
amor tiene la fuerza de no dejar que los encuentros de cada día se conviertan
en rutina, sólo él puede guardar de que la habitación familiar mutua no se
embote en algo trillado y manido, y sólo el salva de que la regularidad se haga
rutina, de que la repetición constante se vacíe interiormente, de que los
compromisos firmes se entorpezcan. Sólo el rejuvenece y crea de nuevo; deja el
camino abierto a lo que todavía no se ha desarrollado, da forma a lo que espera
ser formado, libera de la prisión a lo que yace encarcelado bajo el peso del
miedo y de la culpa; da el don de una
curiosidad y alegría infinitas en la persona del otro”.
Casi me resulta cursi.
Pero evidencia algo tan cotidiano como la rutina, el signo más característico
de los tiempos actuales. Ese pesado lastre, que llevamos todos con nosotros mismos y que tan
taciturnos nos torna. La recalcitrante rutina cotidiana, nos sume en una forma
de actuar autómata y llena nuestras horas de un devenir intrascendente y vacuo, con una parsimonia repetitiva, capaz
de aburrir a cualquiera.
Hacer lo mismo infinitas
veces, de igual modo y en ocasiones a las mismas horas. Es como si la
imaginación se hubiera tomado un año
sabático. Pasan los días tan mansamente formales que somos incapaces de reaccionar. No ponemos
empeño en recuperar algo de frescura y “chispa”, que cambie nuestro monótono
devenir. Estos tiempos nos han hurtado nuestra espontaneidad cargada de
sencillez y somos incapaces de trazar nuestro destino. Nos dejamos llevar por
una corriente de bajo oleaje, que nos va moldeando en fieles seguidores de “vaya usted a saber de qué”…
La singularidad está en
decadencia, la sociedad nos vende siempre los “cromos repetidos”, quiere en su
seno a ciudadanos acostumbrados a asumir calladamente un destino anodino, lleno
de incertidumbres y cargado de mensajes pesimistas. Como si en esta vida no
fuera ya necesaria la alegría y las ganas de vivir (con mayúscula); como si lo
accesorio fuera vital y pudiera llenar nuestra existencia con vaciedades y lo peor en
este panorama son esos personajes de opereta y espabilados encantadores de
serpientes, que tratan de sorbernos nuestro entendimiento y acostumbrarlo a la
“nada”.
El Amor (con mayúscula)
propone Drewermann y se queda tan tranquilo, porque él lo dice en el papel.
Quienes lo leemos y tenemos que practicarlo con fuerza, porque ya hemos
comprendido que es el antídoto, que nos sacará de este inusitado marasmo; miramos
a nuestro alrededor y nos estremecemos: gente llegando tarde a todas partes,
corredores de fondo de una carrera sin fin, que no tienen tiempo ni de mirarse
y queremos que intercambien miradas con los demás y además que esas miradas
destilen Amor. ¡Drewermann que cándido eres!.
Tenemos que seguir, ganar
y triunfar, preparándonos para ese mas
allá del prestigio (mal entendido), que nunca llega y que tanta ansiedad nos
produce. ¿Como nos vamos a parar? vamos a gran velocidad, si frenamos de
golpe, volcaremos; y si lo hacemos paulatinamente nunca nos detendremos. Lo que
llamamos vivir hoy en día es esencialmente un absurdo “sin vivir”, lo que
llamamos paz es un incipiente sopor aletargador; lo que identificamos como
éxito es en el fondo rotundo fracaso para unas pautas de vida gratificantes.
La rutina es una máscara
de carnaval, que tiene intención de perpetuarse en esa tierra de nadie, que es
la soledad en compañía…
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