domingo, 7 de julio de 2013

El argumentario



Dice Antonio Muñoz Molina en su libro “Todo lo que era sólido”, refiriéndose a los  políticos y sus partidos: “Antes de adoptar cualquier posición hay que asegurarse no de su racionalidad o su justeza sino de que se distingue bien claramente de la del adversario. En el periodismo los hechos en sí son mucho menos relevantes que las opiniones, las cuales suelen corresponderse meticulosamente a las directrices de los partidos. Llegar a un mínimo acuerdo operativo sobre la naturaleza de la realidad es tan imposible como encontrar posibilidades de colaboración  para corregirla o mejorarla. Preferir siempre las diferencias a las similitudes y la discordia al apaciguamiento son hábitos cardinales de la clase política española, igual que echar leña al fuego y sal a las heridas. La escenificación estridente de sus disputas partidarias es la cortina de humo que encubre la similitud de sus intereses corporativos, la magnitud formidable de su incompetencia, la toxicidad de su parasitismo sobre el cuerpo social, la devastadora codicia con la que  muchos de ellos, en todos los partidos, se han dejado comprar, o han comprado a otros.”

Muchos de nosotros asistimos atónitos a esa dialéctica destructiva, que lo único que pretende es la descalificación del adversario y no el contraste de opiniones. Lamentablemente no interesan los hechos, ni siquiera de aquellas circunstancias que preocupan intensamente a los ciudadanos, lo verdaderamente relevante es esgrimir una agresividad verbal sin límite, para evitar que sea escuchado la voz del contrario y el contenido de sus argumentos. Dejar un mensaje de descalificación es lo más habitual, “enredar” con argumentos exentos de rigor y emplear medias palabras, para no afrontar la realidad, es el mensaje cotidiano.

Pero como esta posición debe de ser monolítica, nadie se sale un milímetro del guión, aunque en privado y con gente de confianza, acabe reconociendo la precariedad con la que ha hilvanado su discurso. Salirse del “argumentarlo” oficial es exponerse a una severa reprimenda, a través de lo que se viene llamando “la disciplina”, especialmente evidente en aquellas votaciones, donde el parlamentario debe de obedecer ciegamente la consigna gestual recibida.

La política es un campo abonado para llegar tan lejos como se desee, no importando mucho la capacidad ni la formación, porque en realidad lo que  puntuará con mucha más fuerza en su currículum será, sin lugar a dudas, la “docilidad”. Flaco favor para el enriquecimiento cultural común; cuando la opinión sobre los asuntos públicos debe de ser homogénea, no cabe más elección que el “seguidismo”, si se quiere medrar en estas organizaciones tan coercitivas. La verdad no es lo relevante, lo importante es la “verdad oficial interna”, que a fuerza de repetirla desde muchos foros y con machacona insistencia, acabará calando en el cuerpo social, como esa lluvia fina que no se nota pero también moja y a veces mucho.

Extraña profesión, perder internamente, para ganar externamente. Quienes no dedicamos nuestros esfuerzos a estos cometidos – sin duda por falta de capacidad – no tenemos otra solución que “desconectarnos”, oír pero no escuchar. Las palabras se tornan ruido y el ruido no debemos instalarlo en nosotros, más bien debemos evitarlo, aunque solo sea, para preservar el oído de esa machacona intoxicación argumental. Sea como ellos quieren, pero cuéntenselo en sus foros y déjennos en la ignorancia, que a veces es preferible al conocimiento espurio de los asuntos públicos.

Como dice Muñoz Molina: “No hay mérito que no quede reforzado por la comparación con los defectos de los otros…”

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