Dice Antonio Muñoz Molina en su
libro “Todo lo que era sólido”: “…el
dominio de los partidos políticos sobre cada esfera de la vida española es tan
absoluto que son los partidos mismos los que imponen la información que se da
sobre ellos, los pasajes exactos de los discursos de sus oradores que
transmitirán la televisión y la radio.
De esa complicidad humillante son responsables los que la
imponen, pero también los que la aceptan. Entre unos y otros han reducido la
libertad de expresión a un intercambio de improperios. Probablemente no hay un
país en el que se discuta y se escriba tanto de política y en el que sin
embargo sea tan raro el debate: el contraste argumentado y civilizado de ideas
en el que cada uno se expresa con libertad y está dispuesto a aceptar que el
otro tenga una parte de razón y hasta
cambiar de postura si se le ofrecen motivos o datos que desconocía y que puedan persuadirle; la convicción de que, por debajo
de las divergencias, incluso las más tajantes, hay una base sólida de acuerdo,
y por tanto la posibilidad de encontrar un terreno intermedio, de ceder en algo
para ganar en algo.”
Estoy absolutamente de acuerdo
con el planteamiento, pero creo que el “mal” es endémico, para cambiar los
planteamientos seguramente hará falta una sustitución generacional, dar entrada
a personas o personajes menos rígidos y
con convencimiento claro de lo que enriquece es la diversidad. Siempre que a lo
largo de la historia se ha intentado homogeneizar, lo único que se han perdido
son libertades individuales, nunca se han ganado. En un debate, tener una
visión diametralmente opuesta a la de la otra parte, no propicia en absoluto,
que el único argumento sea la descalificación personal, incluso llegando en
ocasiones a esgrimir argumentos de la vida del contrario, que en nada tienen
que ver con el asunto sometido a debate.
Respetar a los demás es el
principio básico de la buena ecuación. No menospreciar es un marchamo de calidad
dialéctica. Entender que el argumento debe de ser expuesto en un tono de voz
elevado, jaleado por los del mismo partido, para contrarrestar el abucheo de
los contrarios, es una vergonzosa forma de evidenciar la falta de “categoría”
personal; quien solo encuentra argumentos descalificadotes de su oponente, se
hace un flaco favor y además menosprecia la inteligencia de todos. Gritar más,
no es en ningún caso, tener más razón;
muy al contrario, el tono mesurado, la palabra justa y exenta de improperios
avalan un orador lleno de argumentos sólidos
Pero como los castigos nunca
vienen solos, hay una continuidad en ese comportamiento reprobable; los medios
de comunicación, tertulianos, programas de debate, etc., se pronuncian con la
misma norma, la tónica es: no dejar exponer los argumentos de quien está en uso
de la palabra, meter cuñas disuasorias con intención de desanimar al que
expone, no moverse ni un ápice de la
postura preconcebida y buscar siempre errores manifiestamente semejantes en los
opositores. Y a mi no me sirve de “consuelo”, que estas malas formas solo son a
lo largo del debate, porque en realidad, existe buen “rollo” en privado, según
dicen.
Con este panorama, no es extraña
la incipiente desafección hacía los políticos y la política. Qué esperaban,
cerrados aplausos y vítores; no, lo que hay son “pitos” y reprobación. A los
ciudadanos nos ha invadido un tedio galopante, que hemos tenido la serenidad de
neutralizar, porque si en nuestra vida nos manifestáramos, de modo parecido,
salir de casa entrañaría riesgo. A pesar del
mal ejemplo, ese comportamiento claramente impropio no ha arraigado de forma
mayoritaria.
Como dice Séneca: “La sensatez no se toma prestada ni se compra; y creo que, si estuviera
en venta, no tendría comprador. La insensatez, sin embargo, se compra cada
día.”
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