martes, 9 de julio de 2013

Debate



Dice Antonio Muñoz Molina en su libro “Todo lo que era sólido”: “…el dominio de los partidos políticos sobre cada esfera de la vida española es tan absoluto que son los partidos mismos los que imponen la información que se da sobre ellos, los pasajes exactos de los discursos de sus oradores que transmitirán la televisión y la radio.
De esa complicidad humillante son responsables los que la imponen, pero también los que la aceptan. Entre unos y otros han reducido la libertad de expresión a un intercambio de improperios. Probablemente no hay un país en el que se discuta y se escriba tanto de política y en el que sin embargo sea tan raro el debate: el contraste argumentado y civilizado de ideas en el que cada uno se expresa con libertad y está dispuesto a aceptar que el otro tenga una parte de razón  y hasta cambiar de postura si se le ofrecen motivos o datos que desconocía y que puedan  persuadirle; la convicción de que, por debajo de las divergencias, incluso las más tajantes, hay una base sólida de acuerdo, y por tanto la posibilidad de encontrar un terreno intermedio, de ceder en algo para ganar en algo.”

Estoy absolutamente de acuerdo con el planteamiento, pero creo que el “mal” es endémico, para cambiar los planteamientos seguramente hará falta una sustitución generacional, dar entrada a  personas o personajes menos rígidos y con convencimiento claro de lo que enriquece es la diversidad. Siempre que a lo largo de la historia se ha intentado homogeneizar, lo único que se han perdido son libertades individuales, nunca se han ganado. En un debate, tener una visión diametralmente opuesta a la de la otra parte, no propicia en absoluto, que el único argumento sea la descalificación personal, incluso llegando en ocasiones a esgrimir argumentos de la vida del contrario, que en nada tienen que ver con el asunto sometido a debate.

Respetar a los demás es el principio básico de la buena ecuación. No menospreciar es un marchamo de calidad dialéctica. Entender que el argumento debe de ser expuesto en un tono de voz elevado, jaleado por los del mismo partido, para contrarrestar el abucheo de los contrarios, es una vergonzosa forma de evidenciar la falta de “categoría” personal; quien solo encuentra argumentos descalificadotes de su oponente, se hace un flaco favor y además menosprecia la inteligencia de todos. Gritar más, no es en ningún  caso, tener más razón; muy al contrario, el tono mesurado, la palabra justa y exenta de improperios avalan un orador lleno de argumentos sólidos

Pero como los castigos nunca vienen solos, hay una continuidad en ese comportamiento reprobable; los medios de comunicación, tertulianos, programas de debate, etc., se pronuncian con la misma norma, la tónica es: no dejar exponer los argumentos de quien está en uso de la palabra, meter cuñas disuasorias con intención de desanimar al que expone,  no moverse ni un ápice de la postura preconcebida y buscar siempre errores manifiestamente semejantes en los opositores. Y a mi no me sirve de “consuelo”, que estas malas formas solo son a lo largo del debate, porque en realidad, existe buen “rollo” en privado, según dicen.

Con este panorama, no es extraña la incipiente desafección hacía los políticos y la política. Qué esperaban, cerrados aplausos y vítores; no, lo que hay son “pitos” y reprobación. A los ciudadanos nos ha invadido un tedio galopante, que hemos tenido la serenidad de neutralizar, porque si en nuestra vida nos manifestáramos, de modo parecido, salir de casa entrañaría riesgo. A pesar del  mal ejemplo, ese comportamiento claramente  impropio no ha arraigado de forma mayoritaria.

 Como dice Séneca: “La sensatez no se toma prestada ni se compra; y creo que, si estuviera en venta, no tendría comprador. La insensatez, sin embargo, se compra cada día.”

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