Dice Aurelio Arteta en
su libro “Tantos tontos tópicos”: “así
pues, en una sociedad compleja es fácil sentir disminuida la responsabilidad
personal cuando uno mismo no pasa de ser un eslabón intermedio en la cadena de
la acción dañina. Cuando se trata de resultados halagüeños, nos atribuimos el
mérito de haber cooperado a alcanzarlos. Como esos resultados sean repulsivos o
funestos, en cambio, la tentación es la contraria: nosotros sólo éramos una
pieza del engranaje, nuestro quehacer a penas tuvo parte en el desenlace final. Por aquí se
escurre la responsabilidad individual en el seno del grupo.
La forma” burocrática” de la división del trabajo
representa la cima de ese método, un método que trasciende el mero orden
laboral para instaurarse como lógica última de toda organización colectiva.
Representa el gran triunfo de la razón instrumental, la que pregunta sólo por
la adecuación eficiente entre medios y fines al tiempo que desdeña la
evaluación moral de los fines mismos.”
Es una de las
características principales de la sociedad actual, a saber, el desvío o la
dilución de la responsabilidad. Esa división del trabajo tan estandarizada y
cerrada, lo primero que promueve, es la no identificación con el producto final
obtenido, dado el escaso conocimiento que tenemos de las otras fases, por la
compartimentación vertical en la que desarrollamos nuestras actividades.
Si en la vida personal,
ya es poco gratificante, no sentirse co-responsable de los sucesos, por nuestra
percepción de escasa participación, parece mas una excusa y evasión de la
realidad, que una circunstancia formal. Pero en la vida pública, en el ámbito
de la administración o gobierno, el aparato burocrático, significa en la
práctica el gobierno de “nadie” y mucho peor, para nadie en particular. El resultado
práctico: ejecución mimética de los actos de gobierno, como si fueran “materia
prima” de unas determinadas posiciones estadísticas y olvidándose de que atañen
a personas, siempre.
Esta visión sesgada,
permite al gobernante, tomar decisiones para alcanzar unos determinados
objetivos, sin haberse cuestionado la validez “moral” de los fines que se
pretenden conseguir. Y en todo caso la reflexión siempre devendrá en una
justificación espuria: “evitar un mal mayor” ó “corregir un pasado desastroso”.
Ambas propuestas, suenan más a excusas, que a evidencias. La omisión nunca ha
sido la mejor premisa de trabajo, más bien ha conformado como una huida para
interpretar sesgadamente la realidad y actuar de modo poco coherente y
soslayando la responsabilidad directa de los actos.
Los ciudadanos somos un
eslabón tan pequeño y tenemos tan poca capacidad para “asociarnos” y crear un
eslabón más grande, que propiciamos estas actuaciones gubernamentales, tan
socialmente reprobables. Hemos perdido el sentimiento de grupo, en una
colectividad que ha asumido una seguridad ilusa y que mantiene un estatus de
mero espectador, que es el mejor soporte
de los aparatos burocráticos. No podemos organizarnos, porque nuestro
contacto con los demás, pretende logros individuales y no colectivos. No es
sólo el poder coercitivo de la Administración, el que se impone, es también en
gran medida, la capacidad de “docilidad”, que hemos interiorizado, en aras a
consolidar o mantener nuestro supuesto “nivel social”.
Hay ocasiones en las que
deberíamos repetir con fuerza “Etiam si
omnes, ego non”, seguro que nos iría mejor.
N.B.- Etiam si omnes,
ego non (aunque todos lo hagan, yo no).
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