Todos pensamos que somos muy racionales en nuestras relaciones, que sabemos autocontrolarnos de modo adecuado en cualquier circunstancia y que nos desenvolvemos en las conversaciones aceptando un intercambio de puntos de vista. Nos presuponemos abiertos para aceptar, que la opinión de los otros, no sea coincidente con la nuestra y asumir de buen grado cualquier discrepancia; tomándola como punto de inflexión, para reflexionar mas profundamente sobre los asuntos y alcanzar una nueva posición enriquecida.
La verdad es, que deberíamos de tener una cámara filmando unos días nuestro comportamiento, para comprobar, cual es grado de coincidencia, entre lo que pensamos y lo que verdaderamente hacemos. Seguramente nos sorprenderíamos del “gap” (como se dice ahora) entre la acción y el pensamiento.
Actuamos, en la mayoría de las ocasiones, de un modo impulsivo, exento de reflexión y proclive a la confrontación; “tener la razón” es el objetivo, ya que de entrada asumimos muy mal las manifestaciones discrepantes o los gestos de desaprobación. Somos adalides de la defensa a ultranza de nuestras opiniones y para ello cargamos nuestras argumentaciones de sofismas. Este “acantonamiento”, se exacerba mucho mas, si el tema es político, religioso o social, entonces las posiciones son más rígidas y con actitud de “oídos sordos” a cualquier otra argumentación; elevando para ello, si es necesario, nuestro tono de voz, cuando hablan los demás y/o manteniendo conversaciones en paralelo y desatendiendo la argumentación ajena.
Dos formas de medir. Demandamos absoluta atención y comprensión para nuestras manifestaciones, pero no estamos dispuestos a “arrimar el hombro” en sentido contrario. Cuando el que discrepa es el otro, el pensamiento mas frecuente es, que vive en el error. Buscamos por tanto afinidades totales y nos sentimos muy cómodos en entornos coincidentes con nuestras posiciones; conclusión, cada vez nos empobrecemos mas al no asumir los diferentes puntos de vista como un enriquecimiento global, al aprender todos de esas ópticas discrepantes, tan válidas, cuanto menos, como las nuestras. Estamos cercenando la capacidad de progreso, porque la uniformidad en el criterio, es siempre estancamiento.
Entendemos la convergencia, como algo que debe producirse hacia nuestra posición, porque los que no tienden hacia ella, claramente divergen. Estamos en posición de asumir, cuando se corrobora nuestra opinión; por el contrario no adoptamos la misma disposición de ánimo, cuando debemos de interiorizar los criterios ajenos, sin hacer siquiera el esfuerzo de tratar de entender la propuesta. Cuando no es la cabeza quien manda a la palabra, sino que esta se pronuncia con el impulso de la lengua, casi siempre lamentaremos lo dicho, cuando ya es demasiado tarde. Nuestro intento de convencer a otros, habrá quedado frustrado y generará el efecto contrario.
Sentirse malhumorado, frustrado o defraudado es propio de cada cual, las emociones se sienten de modo libre, pero en ningún caso deberíamos permitir, que estos estados nos infundieran crédito para que nuestras actuaciones no fueran regidas por nuestros pensamientos serenos. La razón, no precisa de imposiciones, es transparente y fluye, aunque se la intente “taponar”.
La verdad es, que deberíamos de tener una cámara filmando unos días nuestro comportamiento, para comprobar, cual es grado de coincidencia, entre lo que pensamos y lo que verdaderamente hacemos. Seguramente nos sorprenderíamos del “gap” (como se dice ahora) entre la acción y el pensamiento.
Actuamos, en la mayoría de las ocasiones, de un modo impulsivo, exento de reflexión y proclive a la confrontación; “tener la razón” es el objetivo, ya que de entrada asumimos muy mal las manifestaciones discrepantes o los gestos de desaprobación. Somos adalides de la defensa a ultranza de nuestras opiniones y para ello cargamos nuestras argumentaciones de sofismas. Este “acantonamiento”, se exacerba mucho mas, si el tema es político, religioso o social, entonces las posiciones son más rígidas y con actitud de “oídos sordos” a cualquier otra argumentación; elevando para ello, si es necesario, nuestro tono de voz, cuando hablan los demás y/o manteniendo conversaciones en paralelo y desatendiendo la argumentación ajena.
Dos formas de medir. Demandamos absoluta atención y comprensión para nuestras manifestaciones, pero no estamos dispuestos a “arrimar el hombro” en sentido contrario. Cuando el que discrepa es el otro, el pensamiento mas frecuente es, que vive en el error. Buscamos por tanto afinidades totales y nos sentimos muy cómodos en entornos coincidentes con nuestras posiciones; conclusión, cada vez nos empobrecemos mas al no asumir los diferentes puntos de vista como un enriquecimiento global, al aprender todos de esas ópticas discrepantes, tan válidas, cuanto menos, como las nuestras. Estamos cercenando la capacidad de progreso, porque la uniformidad en el criterio, es siempre estancamiento.
Entendemos la convergencia, como algo que debe producirse hacia nuestra posición, porque los que no tienden hacia ella, claramente divergen. Estamos en posición de asumir, cuando se corrobora nuestra opinión; por el contrario no adoptamos la misma disposición de ánimo, cuando debemos de interiorizar los criterios ajenos, sin hacer siquiera el esfuerzo de tratar de entender la propuesta. Cuando no es la cabeza quien manda a la palabra, sino que esta se pronuncia con el impulso de la lengua, casi siempre lamentaremos lo dicho, cuando ya es demasiado tarde. Nuestro intento de convencer a otros, habrá quedado frustrado y generará el efecto contrario.
Sentirse malhumorado, frustrado o defraudado es propio de cada cual, las emociones se sienten de modo libre, pero en ningún caso deberíamos permitir, que estos estados nos infundieran crédito para que nuestras actuaciones no fueran regidas por nuestros pensamientos serenos. La razón, no precisa de imposiciones, es transparente y fluye, aunque se la intente “taponar”.
3 comentarios:
Es verdad, Luis.
Siempre queremos tener razón, y nos creemos en posesión de la verdad, desacreditando a los que tienen opiniones contrarias a las nuestras.
Ja, ja.
Me rio porque escribiendo esto parezco una persona muy razonable y reflexiva y a veces soy muy visceral, y como tu dices, hablo sin pensar lo que digo y luego me arrepiento.
Eso si, tengo buena pre-disposición a entonar el "mea culpa", cuando al final se impone la razón y me doy cuenta de que he metido la patita.
Besitos
Algunas veces las conversaciones son monólogos por ambas partes.
Si el uno calla no es para escuchar al otro, sino para darse tiempo de pensar lo que vqa a decir a continuación.
Asi el entendimiento es muy difícil.
Recuerdo un post que pusiste, que se titulaba "silencio, se escucha".
Esa frase, premeditamente , la he puesto en práctica varias veces.
Sin embargo he de reconocer que si me tropiezo con alguien de opiniones inamovibles, simplemente desconecto. He llegado a la convicción que es una conversación baldía... Para él la chica,,,,
Un beso
Luis, estoy de acuerdo con todo lo que dices en tu entrada, pero está claro que es difícil, por múltiples razones, alcanzar un estado de control optimizado hasta ese punto.
El "sostenella y no enmendalla" me pone de los nervios, creo que todos los pareceres son legítimos mas no necesariamente ciertos. Es por ello que ha de ser el principio de contradicción el que ha de aclarar las posiciones, y ello ha de hacerse, tal cual tú dices, con tranquilidad y respeto, porque hay que saber sostener lo que se cree con fundamentos, pero no es menos importante rectificar cuando los argumentos contrarios nos demuestran nuestro error; es más, deberiamos dar las gracias a quien nos lo demuestra por permitirnos dejar un camino errático para avanzar por uno acertado.
Pero todo esto es difícil Luis, y a veces perdemos las forma, yo el primero, pues adolezco de múltiples defectos, por circunstancias que nos descontrolan.
Saludos.
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