
Querer ser siempre el "mejor" en cualquiera de las facetas de nuestra vida, conduce irremediablemente a considerar una posición poco adecuada ser "bueno". Quienes buscan permanentemente la medalla de oro, obtener plata o broce es sinónimo de fracaso. La perfección total debe ser interpretada como un estándar de vida inalcanzable, solamente debería ser incorporada como una tendencia hacia, pero nunca como un objetivo.
Un perfeccionista incorpora en sus pautas de comportamiento un mimetismo permanente de sobresalir en todos los casos. Cualquier error lo percibe como una gran catástrofe, lo interioriza como si fuese un fracaso; tan atribulado se siente, que es incapaz de utilizarlo para perfeccionarse, centra el debate en las mil una razones por las cuales este hecho nunca debió ocurrir. Deja que le atenace la frustración, se crea tensión y se torna triste, por el enfado de su incomprensible "fallo". No haber sido suficientemente efectivo, les provoca un sentimiento profundo de humillación.
No es un planteamiento ajeno al entorno social, todo lo que nos rodea está sembrado de mensajes para sensibilizar en la necesidad de destacar y sobresalir; tanto en los signos externos como en las acciones diarias. No comportarse con el debido equilibrio, para fijarnos nuestras propias metas, ponderando para ello nuestras capacidades reales, conlleva una fuerte apuesta por el sufrimiento. Ese afán desmedido, no nos dejará sentir la placidez del logro obtenido, aunque éste no sea la mejor "marca". Incorporar esta actitud, como brújula de nuestro comportamiento vital, es como enviar una carta a los Reyes Magos de Oriente, pidiéndoles que nos traigan complicaciones. No hará falta que insistamos tanto como con el tren eléctrico - que a lo mejor nunca nos lo trajeron - tengamos la seguridad que nos llegarán y fuertes.
Somos seres revestidos de imperfecciones, cuanto mas pronto lo incorporemos en nuestro bagaje, mejor. La perfección no existe, es un ideal impropio. Ser bueno en un cometido determinado, ya es un logro muy importante: incorporar el deseo de ser el mejor, es una meta absurda y efímera a la vez, porque suponiendo que lo consigamos, tendrá los días contados, siempre habrá un "después" que nos relegará a un segundo lugar. De "bueno" difícilmente nos desplazarán. Pero con la misma intensidad debemos huir de la mediocridad, esa senda conformista y negativa, que nos sumirá - en caída libre - en un agujero negro insondable. Nunca son buenos los extremos, pero en éste caso de modo muy especial.
Estamos en la época de la excelencia, hasta en la empresa se habla de ella, para definir un paradigma de gestión. Incluso se establecen certámenes para señalar de modo público aquellas organizaciones que han alcanzado estos niveles; hay sistemas y procedimientos para evaluarla numéricamente. Pero la excelencia es un punto intermedio entre la perfección y la mediocridad, es lograr el objetivo acorde con los medios disponibles, aportándole nuestros esfuerzos equilibrados, según nuestras circunstancias. En este aspecto, creo que no se debe confundir el medio, con un fin.
No hay nada que nos produzca tanta satisfacción como el trabajo bien hecho. Puestos en esta tesitura, debemos poner empeño en ello, pero en ningún caso convertirlo en una obsesión. Lograr un objetivo produce satisfacción, pero doblarlo e intentar conseguirlo, seguro que no nos producirá el doble de satisfacción... El mejor es tan efímero como la belleza de la flor de la foto...se desvanece con un pequeño soplo de brisa.
Foto cedida por Nuria: http://nuria-vagalume.blogspot.com