Dice Eduardo Punset en
su libro “La España impertinente” (1986):
“Para que la vida democrática
permeabilice la sociedad democrática, será indispensable que la constitución
penetre también en las antesalas de los partidos políticos objetivando sus
normas de financiación, respetando los derechos de las minorías, incrementando
el papel decisorio en las cuestiones fundamentales de los colectivos afines
vinculados al partido por su voto y no solo por su militancia. Y será preciso
devolver al ciudadano unos márgenes de libertad que ahora absorben en su
totalidad las oligarquías centrales. La organización interna de los partidos
políticos no garantiza siquiera la participación de los responsables locales y
regionales en la estrategia política que se define exclusivamente en los
organismos nacionales. Existe un pacto implícito en virtud del cual los
organismos locales son responsables de aglutinar un colectivo mayoritario de
votos en los congresos del partido y la dirección nacional es la que fija la
estrategia electoral política.”
Punset define
perfectamente el escenario, pero aunque no lo explícita se advierte entre
líneas algo sustancial; los partidos políticos internamente tienen poco de
democráticos; más bien son estructuras monolíticas dominadas por la burocracia
interna, que como una guardia de corps hace proselitismo promocional entre
aquellos de sus militantes que considera más maleables. Creo que estos aparatos
centrales ni siquiera han entendido bien lo que son las comunidades autónomas,
tal vez porque para ellos es una amenaza a ese poder omnímodo.
Esta forma de ver la
política ha generado el desarrollo de organizaciones autonómicas, cuya
preocupación y objetivo principal son las cuestiones locales, que se han
fortalecido al socaire de la percepción ciudadana de desigualdades en el trato por parte de los gobiernos centrales.
Esta circunstancia unida a las necesidades de pactos para gobernar
mayoritariamente, ha propiciado que los partidos autonómicos que tenían la
“llave” hayan pactado contraprestaciones, para ceder su voto favorable en las
investiduras o en la aprobación de nuevas leyes importantes.
Mercadeo que no ha dejado
insensible a los demás, porque las concesiones “extraordinarias” siempre ha
sido a costa de disminuir las aplicaciones a otras Comunidades, ya que la
“tarta” es la que es y no se estira como el chicle. Estas circunstancias han acabado
por no complacer a nadie y han generado un malestar general difícil de paliar.
No hay nada que produzca tanta desazón, como la sensación o la evidencia de
sentirse injustamente tratado.
Las organizaciones
autonómicas de los partidos de gobierno, no tienen capacidad para cambiar estas
circunstancias, porque su papel está centrado en el acatamiento de las
directrices de su partido – en las que tiene escasa capacidad de influencia – y
en recordar insistentemente, que los desajustes han sido inferidos por
gobiernos anteriores de otros partidos. Guardan silencio si el partido de
gobierno de la nación es el suyo y se quejan insistentemente cuando es del
partido opositor.
Y esto no es solo la
regla D’Hont quien lo propicia, al fin y al cabo ésta, es un sistema de
reparto. En realidad la mayor desigualdad la producen el tamaño de las
circunscripciones, que con la distribución actual sancionan más que proporcionalmente
a los partidos de tamaño medio/pequeño; como dice Punset: “Se trata de un problema de geometría de escaños y no de reglas de
distribución, cuya única solución – para subsanar los profundos vicios de la
representatividad – consistiría en convertir a las comunidades autónomas en
circunscripciones mediante la necesaria reforma constitucional”.