Dice Antonio Muñoz Molina en su
libro “Todo lo que era sólido”:
“Individuos dotados de saberes gaseosos y cualificaciones quiméricas obtenían
subsidios millonarios con la finalidad de gestionar la administración de la
nada, previamente envuelta en grandes castillos de palabras, tan consistentes
como los castillos de fuegos artificiales cada vez más lujosos que se quemaban
en los colofones de fiestas: castillos de aire, castillos de España.
Había un país real, más bien austero, habitado por gente dedicada
a trabajar lo mejor que podía, a cuidar enfermos, a criar niños y educarlos, a
construir cosas sólidas, a perseguir a delincuentes, a juzgar delitos, a
investigar en laboratorios, a cultivar la tierra, a ordenar libros en las
bibliotecas, a ganar dinero ideando y vendiendo bienes necesarios. Pero por
encima de ese país y mucho más visible estuvo desde muy pronto el otro país de
los simulacros y los espejismos, el de las candidaturas olímpicas y las
exposiciones universales, el de las obras ingentes destinadas no a ningún uso
real sino al exhibicionismo de los políticos que las inauguraban y al halago
paleto de los ciudadanos que se sentían prestigiados por ellas, el de los
canales autóctonos de televisión destinados a la plena desvergüenza y
despilfarro sin límite a la propaganda sectaria y a la exaltación de la más
baja vulgaridad transmutada en orgullo colectivo.”
Cómo no nos dimos cuenta. Cómo
nos dejamos envolver en el celofán de lo superfluo. Por qué dejamos aletargar
nuestro fino sentido de la lógica y no fuimos capaces de interiorizar, que
quien gasta lo que no tiene, está condenado a la infelicidad. Por qué nos
dejamos sorber el “coco” tan fácilmente y no rechazamos de plano a estos
“faraones” del siglo XX y XXI, que por una mala interpretada satisfacción
personal, acometían sin pudor opciones tan llenas de vanagloria como de
inutilidad práctica.
Me siento absolutamente
desbordado por la historia reciente de despilfarro. No logro entender en aras a
que argumentos espurios respondían tales desmanes, cuando aún faltaba mucho de
lo imprescindible por hacer, los políticos estaban focalizados a lo superfluo.
Que espiral de enajenación los llevaba a continuar con más de lo mismo – cada
vez a mayor coste – para opciones sociales completamente prescindibles y absolutamente
innecesarias para la vida de los ciudadanos. Querer ser grandes a base de
talonario, pero de una cuenta tan escuálida como la de los ciudadanos. Querer
sin poder y demostrar una absoluta falta de criterio racional para seleccionar
proyectos necesarios.
No me extraña que ante la
emergencia en las elecciones europeas, de una formación política que
concurriendo con escaso medios y casi con improvisación, haya conseguido
1.245.948 votos (el 30,6% del partido más votado); haya generado tanto estupor
e inquietud. Sigo absolutamente convencido de que este hecho, se trata de un
envite a una enmienda a todo nuestro pasado reciente, cargado de despilfarros y
casi vacío de contenido.
Si me extraña más, que la mejor
respuesta a esta circunstancia insólita, sea la descalificación global,
aplicándole todo tipo de apelativos peyorativos, para tratar de minimizar el
“daño”, arremetiendo con virulencia con argumentos de “bajo calado” ya que en
la lid normal han demostrado que un porcentaje relevante de los ciudadanos la
prefieren y con ello intentan criticar con mayúscula las acciones de las
mayorías, que suelen gobernar alternativamente en nuestro país. Sin darse
cuenta, que cuando vituperan a dicha formación política, arremeten
indirectamente también, contra más de 1,2 millones de españoles.