La tónica habitual de cada día, es colocar el mayor número de palabras posibles. Vivimos en una carrera tan desenfrenada por el intercambio verbal, que nos resulta muy difícil quedarnos callados y porque no, quietos (verbalmente hablando). Aunque hayamos abandonado el coloquio habitual, nuestro cerebro tiene tanto ruido dentro, que no sabe ya, como se frena la actividad y se reposa; en definitiva ha perdido la capacidad de imponer silencio y desconoce como restituirlo.
Silencio, esta palabra, cada vez más extraña para la mayoría; casi siempre la solemos asociar con soledad; esa mala “publicidad” hace, que al encontrarnos con alguien en esa posición, nos cuestionemos con carácter inmediato, sobre que problemas le afectan; asociando inmediatamente la falta de salud, como motivadora de su postura de recogimiento.
El recogimiento voluntario y los actos que lo provocan, ya no es un atributo que evidencia un estado de excelente equilibrio mental; más bien, nos hace suponer, de modo mayoritario, que esa falta de actividad verborréica es fruto de alguna anormalidad. Como si nos nutriéramos internamente con efluvios imparables de palabras y palabras, exentas de sentido y llenas de trivialidad e hilvanadas y pronunciadas, para satisfacer una “cortesía” social impropia.
Es la apariencia y no la realidad la que nos fascina. Pensamos de forma inconsciente, que una intachable exposición verbal, tornará los hechos de nuestra casi desbordada imaginación, en verdades. Huimos de la cotidianeidad, porque nos parece poco relevante y pretendemos vender una realidad inexistente.
Sentimos con fuerza la necesidad de lo extraordinario y aun siendo real, somos incapaces de vivirlo, sin divulgarlo a todo el lo que lo quiera o no, escuchar. Como si pudiéramos estar más satisfechos contándolo a los demás, que disfrutándolo con intensidad y parsimonia. Hemos perdido, casi totalmente, la capacidad de "mirar y ver lo esencial".
Convendría recobrar el interior perdido y no valorar tanto la apariencia externa. Liberarnos de ruido y llenarnos de silencios… Silencio es lo que queda cuando sobran las palabras. Silencio profundo es una foto que no necesita pie...
Silencio, esta palabra, cada vez más extraña para la mayoría; casi siempre la solemos asociar con soledad; esa mala “publicidad” hace, que al encontrarnos con alguien en esa posición, nos cuestionemos con carácter inmediato, sobre que problemas le afectan; asociando inmediatamente la falta de salud, como motivadora de su postura de recogimiento.
El recogimiento voluntario y los actos que lo provocan, ya no es un atributo que evidencia un estado de excelente equilibrio mental; más bien, nos hace suponer, de modo mayoritario, que esa falta de actividad verborréica es fruto de alguna anormalidad. Como si nos nutriéramos internamente con efluvios imparables de palabras y palabras, exentas de sentido y llenas de trivialidad e hilvanadas y pronunciadas, para satisfacer una “cortesía” social impropia.
Es la apariencia y no la realidad la que nos fascina. Pensamos de forma inconsciente, que una intachable exposición verbal, tornará los hechos de nuestra casi desbordada imaginación, en verdades. Huimos de la cotidianeidad, porque nos parece poco relevante y pretendemos vender una realidad inexistente.
Sentimos con fuerza la necesidad de lo extraordinario y aun siendo real, somos incapaces de vivirlo, sin divulgarlo a todo el lo que lo quiera o no, escuchar. Como si pudiéramos estar más satisfechos contándolo a los demás, que disfrutándolo con intensidad y parsimonia. Hemos perdido, casi totalmente, la capacidad de "mirar y ver lo esencial".
Convendría recobrar el interior perdido y no valorar tanto la apariencia externa. Liberarnos de ruido y llenarnos de silencios… Silencio es lo que queda cuando sobran las palabras. Silencio profundo es una foto que no necesita pie...
Foto: Cedida por Joan Antoni Vicent, de su exposición "Castelló silencis" (Castellón silencios).