sábado, 3 de agosto de 2013

Clase política.



Dice Antonio Muñoz Molina en su libro “Todo lo que era sólido”: “Necesitamos discutir abiertamente, rigurosamente y sin miedo, y sin mirar de soslayo a ver si cae bien a los nuestros lo que tenemos que decir. Necesitamos información veraz sobre las cosas para sostener sobre ellas opiniones racionales y para saber qué errores hace falta corregir y en que aciertos podemos apoyarnos para buscar salidas en esta emergencia. La clase política ha dedicado más de treinta años a exagerar diferencias y ahondar heridas, y a inventarlas cuando no existían. Ahora necesitamos llegar a acuerdos que nos ahorren el desgate de la confrontación inútil y nos permitan unir fuerzas en los empeños necesarios. Nada de lo que es vital ahora mismo lo puede resolver una sola fuerza política”.

Exactamente lo contrario de la realidad que nos traslada el día a día. La llamada clase política tiene mucho más interés en evidenciar los motivos de desacuerdo, que en tratar de limar las distancias y acometer objetivos comunes. Parece como si los votos vienen más de resaltar los defectos o desaciertos  ajenos, que de publicitar los propios logros en la gestión. Triste planteamiento; pero lo peor es que ahora cuando las cosas son lo que son y no lo que parecía, se nota a faltar la dirección inamovible de remar todos  hacia el mismo “norte”.  No hay destino accesible cuando cada remero hace muy bien lo suyo, pero completamente descoordinado de los demás, lo normal en este planteamiento, es una pertinaz zozobra.

Se muy bien que las ideologías plantean diferentes puntos de vista en la gestión y también en las prioridades. No comprendo, por qué calan tan profundamente, que impiden llegar a acuerdos a largo plazo y sentar precedentes estables, en materias como: la salud, la educación y el empleo. Defender a ultranza reformas o cambios, pura  simplemente para distanciarse de su opositor, no es lo que mejor resultado práctico proporciona a los ciudadanos. La estabilidad y robustez en los acuerdos y su mantenimiento a lo largo del tiempo son, en si mismo, garantías de éxito.

Pareciera sin embargo, que lo relevante es discrepar, descalificar y jugar con las palabras, hasta que estas pierden su sentido y sean utilizadas de forma espuria, no para explicar, sino para confundir. Tampoco se, si esto tiene rédito electoral; a tenor de los actos cotidianos, parece que los que están en ello, si lo piensan. Descartar la posibilidad de llegar a acuerdos, que garanticen la estabilidad de algunas de nuestras normas esenciales, es exactamente igual como no regularlas.

Los ciudadanos que asistimos atónitos a este espectáculo cotidiano, no sabemos muy bien cuales son las discrepancias de fondo, porque nadie nos las explica. Sabemos eso si, todo lo que han hecho mal (preferentemente) los contrarios a quienes explican - tanto sea en la oposición como en el gobierno -, pero no tenemos modo efectivo de que nos aclaren las bondades de los planteamientos reformistas y cuales son las causas que los promueven. Parece un juego de despropósitos en donde lo que más importa es la mayoría necesaria para aprobar o denegar, pero no el asentimiento ciudadano de compartirlo.

Quizás sea nuestra tradición cultural, cargada de intolerancias y maximalismos, que en nada benefician y tanto perjudican. La razón es la razón y no puede ser mediatizada con medias palabras o subterfugios ingeniosos del lenguaje, para tejer una maniobra de la confusión, que a todos perjudica. La cordura no se impone, se instala por si misma, por muchos esfuerzos que se emplee en ocultarla. La verdad hay que asumirla, aunque solo sea para poder modificar comportamientos, si evidencia errores.
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