miércoles, 31 de octubre de 2012

Discutir



Dice Robert Greene en su libro “Las 48 Leyes del poder”: “El problema de intentar demostrar algo o conseguir una victoria a través de una discusión es que al final nunca se puede estar seguro de cómo afectará a la gente con la que se está discutiendo: puede parecer que están de acuerdo, pero por dentro pueden quedarse resentidos. O quizá ago que se dice sin querer les ofende – las palabra tienen la extraña característica de que se interpretan  según el humor y las inseguridades de la persona que las escucha -. Incluso el mejor argumento no tiene una base sólida, porque todos hemos llegado a desconfiar de la naturaleza resbaladiza de la palabra. Y días después de haber estado de acuerdo con alguien, a menudo volvemos a nuestra antigua opinión por una cuestión de costumbres.”

Robert Greene parece que nos dice siempre lo contrario de lo que practicamos habitualmente. Nuestra preocupación principal es tener razón o conseguirla con nuestra depurada dialéctica. Una vez comenzada una discusión, lo más relevante no es obtener de ella la “verdad” sobre la cuestión dirimida, muy al contrario, es “ganar” la contienda y salir vencedor, aunque lo “ganado” sea absolutamente trivial y no nos reporte bagaje alguno.

Esta sociedad, a base de relacionarse con medias palabras, ha conseguido formarnos en una inusitada verborrea, capaz de hilvanar una dialéctica, que logre convencer a los que nos rodean. Cuanto más gente de espectador, mayor énfasis; como si obtener una pírrica victoria en asuntos intrascendentes, nos fuera convirtiendo en personajes de mayor enjundia.

Con el tiempo hemos ido perdiendo la capacidad para razonar, somos expertos en encontrar argumentos falaces para rebatir cualquier hecho, conocerlo superficial o profundamente, no es una limitación; nuestra palabra ya conseguirá aportar argumentos suficientes para salir victoriosos del debate.

Cuando las cosas se tornan difíciles, hemos incorporado una técnica en nuestro repertorio dialéctico, que nos parece absolutamente contundente; traemos a colación asuntos tangencialmente relacionados con el debatido, o manifestamos circunstancias parecidas en otros ambientes  opuestos - muy frecuente en los asuntos de los partidos políticos – como si esto dejara en suspenso la cuestión, debido a que como el tema está generalizado, el debate es estéril.

La verdad y la razón no se imponen con dialéctica exenta de principios. La dialéctica libre y ordenada descubre el camino y  promueve el cambio. Cambiar es estar dispuesto - incluso - a asumir posturas antagónicas. Las posturas antagónicas no tienen porque  estar siempre, exentas de verdad y razón.

lunes, 29 de octubre de 2012

El poder del silencio



Dice Robert Greene en su libro Las 48 leyes del poder”: “El poder es, de muchas maneras, un juego de apariencias, y cuando se dice menos de lo necesario inevitablemente se da la imagen de mayor grandeza y poder de lo que se es en realidad. El silencio hace que los demás se sientan incómodos. Los humanos son máquinas que interpretan y explican; tienen que saber lo que se está pensando. Cuando se controla lo que se revela, no se deja ver las intenciones o los objetivos.
Las respuestas cortas y los silencios ponen a los demás a la defensiva y les lleva a querer llenar los silencios con toda clase de comentarios que revelan información muy valiosa sobre si mismo y sus debilidades…
Decir menos de lo necesario no sólo es  para reyes y hombres de Estado. En casi todos los aspectos de la vida, cuanto menos digamos, más misteriosos y profundos pareceremos.”

Y nosotros subidos en nuestra tradicional verborrea, hablando sin cesar y con ansias de ser el ombligo de las reuniones; sin darnos cuenta, que cuanto más hablamos - una vez rebasado el límite de lo sensato -, acabamos convirtiéndonos casi en nuestro peor enemigo.  Evidenciamos nuestras carencias, mas que reafirmamos nuestras valías; es decir obtenemos el efecto contrario, que pretendemos alcanzar  al “desatar” la lengua en esa interminable locuacidad y que en ocasiones, se torna incluso, un punto agresiva y excluyente.

No es  quien más habla, el que  más sabe o entiende de los temas; precisamente una característica intrínseca del buen conocimiento, es que anida en la prudencia. Son las personas que más saben, las que más dudan y precisamente por esta circunstancia han interiorizado una postura abierta a la escucha atenta de lo que dicen los demás, por si obtienen confirmación o aclaración de sus dudas metódicas.

 Los que mas hablamos, somos habitualmente, quienes con nuestra posición un tanto orgullosa, tejemos una red a nuestro alrededor, que no nos permite penetrar en los nuevos conocimientos y quedamos atrapados en nuestra posición, complacidos con la extensión de nuestros “saberes” y enredados por nuestra propia postura un tanto soberbia.

Cuando dejamos de escuchar con atención y respeto, lo que dicen los demás, nos colocamos al margen y por tanto somos los principales artífices de nuestra creciente ignorancia. No hay nada que dañe tanto al progreso, como el pensamiento  henchido del orgullo, del que cree,  que todo está ya descubierto. Complacerse con lo mucho que uno sabe, es la antesala propia de quienes detendrán su progreso y pronto se percatarán de cómo los ha rebasado la Sociedad en la que se desenvuelven.

Quien no escucha con humildad no aprende nada nuevo. Lo nuevo, aunque sea desconcertante es el futuro. El futuro se hace ganando “posiciones” poco a poco y siempre desde la heterodoxia. La ortodoxia está siempre revestida de falta de la modestia, que confiere la sensación de  creerse en posesión de la verdad y la razón. La sinrazón no anida nunca en quien escucha con humildad.  

viernes, 12 de octubre de 2012

Recortes ¿solución o absurdo?



Dice Josepth E. Stiglitz en su artículo ¿Qué puede salvar al Euro? (2011): "Incluso si los países del norte de Europa están en lo cierto al reclamar que el euro funcionaría si se pudiera imponer una disciplina eficaz sobre los demás (yo creo que están equivocados), se están engañando a sí mismos con un drama de moralidad. Está bien culpar a sus compatriotas sureños por su despilfarro fiscal o, en el caso de España e Irlanda, por permitir el reinado del libre mercado ilimitado, sin prever en qué desembocaría. Pero eso no resuelve el problema actual: deudas enormes, como resultado de errores de cálculos privados o públicos, que deben ser gestionadas dentro del marco del euro.
Los recortes actuales del sector público no resuelven el problema de los despilfarros pasados; sencillamente empujan a las economías hacia recesiones más profundas. Los líderes europeos lo saben. Saben que es necesario el crecimiento. Pero, en vez de ocuparse de los problemas actuales y encontrar una fórmula para el crecimiento, prefieren sermonear sobre lo que debería haber hecho algún Gobierno anterior. Esto puede ser satisfactorio para quien sermonea, pero no resolverá los problemas europeos... ni salvará al euro."
Engañarse con un drama de moralidad, o lo que entiendo que es lo mismo; inducir a aplicar medidas, más en la línea de sancionar conductas “no normales” en el pasado de talante irrefrenablemente expansivo; con llamadas y/o imposiciones de recortes; haciendo pagar una carga elevadísima a quienes socialmente tienen una ínfima “culpa” en aquellos desaguisados. Buscar la compensación en los “pueblos” es claramente una decisión que provocará  retroceso en el bienestar y no se si compensará los desequilibrios, lo que si que se, sin género de dudas, que propiciará grandes sufrimientos a los ciudadanos, que no entenderán nunca los fines de tales acciones restrictivas
Tanto Stiglitz, como Krugman (1), han recalcado con claridad que estas políticas económicas, lo que provocan es mayor recesión; aunque acabo pensando – yo, que no soy un experto - que cuando se propician, es porque algunos, se “forrarán” con esta situación y estarán mejor situados para demostrar su “celestial bondad” ayudando con posterioridad  a remontar a los pueblos, cuando estén al borde la extenuación; pero curiosamente con los propios fondos que acumularon y los grandes beneficios que obtuvieron, “exprimiéndolos” previamente.
Triste destino para algunas generaciones, que quedarán muy “tocadas” en sus posibilidades de desarrollo y aprenderán de modo impropio, lo que significa el ejercicio del poder económico en aplicación práctica. Supeditar las sociedades a los intereses financieros de “unos cuantos”, por muy poderosos que sean; es pervertir de modo evidente las leyes naturales de justicia social, pero ya sabemos que la ambición y la codicia, solo ven números y no caras de personas.
Ojala se hicieran inmensamente ricos de ésta y nos dejaran tranquilos “for  ever”. Pero no caerá esa  “breva”, porque cuando uno empieza a tener mucho, su afán de riqueza les lleva a fijar el límite en un punto próximo a infinito. No tienen bastante con nada y muchísimo es muy poco para ellos. Triste cara de una economía basada en principios alejados de lo que decía el Código de Comercio: “administrar como un ordenado comerciante”.
Tal vez el transcurso del tiempo y lo acontecido, haga pensar a quienes rigen nuestros destinos; si algunos instrumentos financieros del mercado, crean o facilitan crear riqueza o únicamente sirven para propiciar una acumulación más rápida a quienes ya tienen mucho. No creo, que unos mercados financieros como los actuales, puedan perdurarse en el tiempo, porque han constatado su falta de capacidad para canalizar recursos para el bien mayoritario y común.
He leído en algún sitio, que no recuerdo ahora: “Sea la hoja de plátano la que cae sobre el espino o el espino el que cae sobre la hoja de plátano, la que sufre es la hoja de plátano”
 N.B. Josepth E. Stiglitz,  catedrático de la Universidad de Columbia, Premio Nobel de Economía en 2001. Paul Krugman, Premio Prícipe de Asturias 2004, Premio Nobel 2008
(1) Ver entradas del 17/7, 18/7, y 19/7)

martes, 9 de octubre de 2012

Talento




Dice Reinhard Mohn en su libro “El triunfo del factor humano. Estrategias para el progreso y la evolución de la gestión”: “Como es lógico, la formación y una experiencia práctica acreditada pueden fomentar la demanda de gestores. Pero en última instancia hoy lo importante de la gestión no es la cualificación técnica, sino sobre todo la capacidad humana para coordinar con éxito personas y labores concretas. Aunque esta capacidad pueda aprenderse, en parte se basa en el talento. Si se analizan los necesarios componentes del éxito en determinados cometidos, tendremos que insistir en que el criterio fundamental, además de los conocimientos técnicos, es la cualificación para dirigir personas. La “capacidad de liderazgo” se define tanto por aptitud personal como por dominio de las técnicas de gestión.”

Es indudable que detentar poder siendo miembro de la dirección de una organización, pública o privada, es un factor relevante para adquirir comportamientos vanidosos en el trato; tal como si todos los puestos de dirección, hubiesen sido cubiertos en base a “concursos” de cualidades y no mediasen en estos nombramientos, argumentos espurios y de mayor peso específico, que la propia valía personal.

Durante muchos años los parámetros de “éxito en la gestión” estaban basados en  la consecución de resultados numéricos favorables en algunas variables económicas de la organización; el interés en avanzar con los  criterios de evaluación de la gestión, que promuevan la estabilidad, han desviado el foco hacia otras circunstancias de menor relevancia en el pasado; como consecuencia de ello, se ha llegado a la conclusión de cualquier nivel de éxito en la gestión, tiene un equilibrio muy inestable, salvo que esté sustentado con un apoyo mayoritario del personal que trabaja en la entidad o empresa.

Al hilo de este razonamiento, se ha concluido que el mayor activo que tiene una empresa son las personas que trabajan en ella – aunque no tengan reflejo explicito en el balance -, las máquinas, los procedimientos y los productos, son necesarios para un buen desarrollo de la actividad empresarial, pero aun siento condición necesaria, no es suficiente; si la organización no está formada por personas identificadas con los objetivos de la empresa y predispuestos a aportar sus esfuerzos para conseguirlos.

Pero establecer esa fuerza “intangible” no es fruto de la casualidad, ni tampoco manifestación espontánea del buen hacer individual, es sobre todo, identificación con las acciones de un “líder”, que con su ejemplo, saber hacer y talento, consigue aglutinar los esfuerzos de todos a los intereses del conjunto - incluso en ocasiones -, en detrimento de los suyos propios. Cuesta años, dedicación y empeño unido a buen hacer conseguirlo.

En este aspecto, un efecto nocivo de esta crisis, ha venido provocado por la necesidad de las empresas de acomodar sus plantillas a parámetros de “mercado”, propiciando en las organizaciones, prescindir de personas de extraordinaria valía, pero que debido a razones económicas no han podido mantener sus trabajos. Con un aspecto añadido, para los que han permanecido; que salvo unos pocos, han sentido en si mismos este “recorte”, imaginando a la vez si pueden ser ellos mismos los siguientes en esa lista interminable.

Efecto colateral de incalculable perjuicio, cuando las circunstancias cambien, las organizaciones, primero remontarán sus cifras económicas; pero tendrán que cargar con el lastre de volver a conjuntar equipos y definir estrategias comunes a todos, que sean capaces de motivar y comprometer individualmente con el logro de los objetivos.

Tarea difícil de enfocar, toda vez que las circunstancias laborales pasadas, será  bastante improbable que vuelvan y por tanto la sensación de continuidad y fidelidad habrá desaparecido. Habrá que diseñar nuevas formas para “ilusionar” y comprometer a todos con los objetivos. En definitiva volver a empezar….  

sábado, 6 de octubre de 2012

Moral impuesta



Dice José L. Aranguren en su libro “Ética”(1958): “El individuo ordinario el que nada tiene de reformador moral, puede, en efecto, limitarse a ordenar su vida conforme a la moral solamente vigente, y de hecho tal vez sea esto lo que ocurre las más de las veces. Pero entonces surge una nueva cuestión: una moral totalmente impuesta por parte de la sociedad, meramente recibida por parte del individuo, ¿merece realmente el nombre de moral?”

Somos esencialmente sociales, necesitamos y buscamos mayoritariamente el mantenimiento de unas relaciones cordiales con quien nos rodea; adquirimos hábitos para identificarnos e integrarnos en nuestro entorno; esa presión social tácita, nos hace aceptar - sin hacernos muchas preguntas - una mayoría de las directrices mayoritarias y las asumimos de tal modo, que acabamos pensando que son nuestras.

Los principios morales son algo consustancial con la educación recibida, tanto en la familia como en el entorno educativo. Son un aprendizaje, que tiene mayor o menor éxito efectivo, en la medida que los referentes a los que se imita tengan en si mismos valores intrínsecamente relevantes. La sociedad a través de estos modelos estereotipados, acaba imponiendo al individuo tanto sus costumbres como sus creencias, es éste, un juego permanente de recompensas sociales, motivadas por el cumplimiento firme de unas determinadas  pautas de conducta.

La participación, por tanto, que tenemos en la elaboración de esas reglas morales, es en la mayoría de los casos irrelevante. Recibimos un compendio de comportamientos “normales” y los asumimos pasivamente, para poder desenvolvernos cordialmente en nuestro entorno. Las obligaciones morales interiorizadas, acaban arraigando en nuestro pensamiento y condicionando nuestras acciones, tan es así, que en muchas ocasiones acabamos confundiéndolas con rigurosas leyes naturales  “de obligado cumplimiento”.

El tributo que se paga por la no observación fiel de los usos sociales, es la reprobación mayoritaria y por tanto un cierto ostracismo. Nunca son bien recibidos los primeros individuos, que se saltan las normas establecidas y tratan de influenciar para que se conviertan en ortodoxos sus principios y/o propuestas. El arraigo suele ser misión de años, con muchos fracasos en los primeros intentos  y requiere constancia y claridad de ánimo.

Bien es cierto, que nosotros somos los responsables de nuestras vidas y de nuestros actos y que no podemos invocar en nuestro descargo, el acatamiento de las normas socialmente “bien vistas”. Por tanto, por fuerte que sea la presión social, no podemos hacer dejación de nuestro entendimiento y abdicar nuestra singularidad – aun siendo heterodoxa -, en aras al cumplimiento fiel de los postulados sociales mayoritariamente aceptados.

Como dice el Profesor Aranguren en el libro citado: “…la “medianía” no consiste en hacer las cosas como se hacen, sino en hacerlas porque se hacen así”.

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